Arrecia, morbosa, la solidaridad indulgente del tahúr lambucero,

aventada de prédicas y soflamas tan transparentes como fingidas.

Otra cucaña para la chusma indolente y nutrida

de los paralogismos que uncen en perpetua penitencia a sus víctimas.

Es el crisma de la pesadumbre y la angustia de ser enjambre

al albur del verbo promiscuo del patrón del desguace cuando

el lenguaje languidece en los estantes y todo es gesto, todo imagen.

Hombre anuro sin estambres, que renuncias al cianuro,

agonista de la conduerma, ni una mala sinécdoque te queda,

ni un sacrificio, ni un buen desmarque, que desbarate el conjuro.

Vives en tu amargo retrete pasto de la carcoma digital,

¿y te tomas por disidente? Tú que miras todo de soslayo,

que toleras toda emboscada al orden natural y la dignidad occipital.

Y sin embargo obscenamente expuesto a la mirada hormonal del otro:

la milicia comercial, que aspira a traficar contigo sin tregua;

y la legión tributaria, que te da a elegir entre flagelo o zarpazo,

incluso después de que se vaya la luz y se nos seque la lengua.

Muerta la infancia, ¿acaso hay caridad sin vanidad, tolerancia sin

estrategia, lágrima sin rencor, poder sin extorsión, doctrina sin horda?