Apenas el ciego otea con fulgor cristalino el arrullo del céfiro

adivino el trazo firme de su pensamiento claro y sereno,

a la vez que el tullido limosnea apremiante junto al pórtico

su quebranto resentido, rumiando rémoras sin concierto.

Es éste, el bufo, el oscuro, el precario; el otro, un candil frío,

un Noé de la sensibilidad y el entendimiento,

con un paisaje interior De Chirico, primordial, sin desvarío.

Uno es cuerpo deforme, almacén de contraventuras;

el otro, espíritu fácil y espontáneo, sin espinas,

que pertinaz en su aposento no fía a gestos ni caricaturas.

El infirme, trabucado en sus metátesis, desprecia el oráculo

de su córnea de ópalo y sufre, como nadie, la escasez de vaginas dispuestas

donde redimirse de tantas lorzas y cogorzas a despecho contrahecho.

El espasmo reflejo del rastrero que repta, su atrición a cuestas,

hacia cumbres ajenas, impelido por el deseo de ser otro no él,

no conmueve a Tiresias: en su catarata no ha lugar a apuestas,

ni desde su cofa se divisa de la necia vanidad el oropel.

El bereber, en su desierto nocturno, desdeña el resplandor de la llama

y abraza certero la lumbre trenzando paciente un invisible epigrama.